A tres días de la tragedia de Armero, un profesor tolimense había advertido con precisión la erupción del Nevado del Ruiz y sus consecuencias. Su nombre era Fernando Gallego Jaramillo, el hombre que fue silenciado por alertar lo que la ciencia y el Estado no quisieron escuchar.
Hace 40 años, el nombre de Fernando Gallego Jaramillo apenas resonaba en los pasillos de la educación y la investigación en el Tolima. Era un profesor apasionado por la ciencia, obsesionado con entender el comportamiento del Nevado del Ruiz. Durante 16 años, estudió cada movimiento sísmico, cada emisión de ceniza y cada cambio en el color del azufre. Sus registros fueron tan detallados que logró predecir con exactitud la tragedia que sepultaría a Armero el 13 de noviembre de 1985.
Gallego advirtió con claridad que el verdadero peligro no sería la erupción, sino el deshielo del nevado, cuyo torrente devastaría todo a su paso. Diseñó planes de contingencia, propuso rutas de evacuación, capacitaciones y sistemas de comunicación entre los municipios. Incluso, alertó que si una gran roca del sector conocido como El Zirpe era arrastrada por el agua, esta demolería todo lo que encontrara en su trayecto.
Sin embargo, sus advertencias fueron ignoradas. Las autoridades locales y nacionales consideraron que sus conclusiones carecían de rigor científico y, por el contrario, las calificaron como generadoras de pánico colectivo. El alcalde de Armero y los mandatarios de municipios vecinos expidieron decretos prohibiéndole emitir cualquier tipo de alerta sobre el volcán. Fue así como el “profe Gallego”, como lo llamaban sus alumnos, pasó de investigador a “enemigo del orden público”.
La presión fue tal que recibió amenazas de captura si insistía en sus advertencias. Se le impidió acercarse al Nevado del Ruiz y a varios tramos del río Lagunilla. En los cafés, las plazas y hasta en las escuelas, su nombre se convirtió en motivo de burla. Lo llamaron loco, alarmista y charlatán. Aislado y temeroso, Gallego se vio obligado a esconderse durante varios meses para proteger su vida.
Mientras tanto, los comités oficiales de emergencia, las autoridades científicas y los medios de comunicación transmitían un mensaje de calma. Aseguraban que el volcán no representaba un riesgo inminente. Esa falsa tranquilidad selló el destino de más de 26.000 personas que jamás imaginaron la magnitud del desastre que se avecinaba.
Cuando la montaña rugió la noche del 13 de noviembre, las aguas del río Lagunilla arrasaron con todo. Armero desapareció bajo el lodo y la ceniza en cuestión de minutos. Solo entonces, las palabras del “loco” cobraron sentido. Las rocas, el hielo y la furia del volcán confirmaron una tragedia que pudo evitarse.
Fernando Gallego trató de salvar a su pueblo con los medios que tenía a su alcance: la observación, la escritura y la palabra. Pero fue silenciado por una sociedad que no supo escuchar a tiempo. Hoy, su historia resuena como una lección de humildad ante la ciencia y el conocimiento popular.
Cuatro décadas después, el recuerdo del profesor Gallego sigue vivo entre quienes reconocen que la verdadera locura fue ignorar sus advertencias. Armero se convirtió en símbolo de dolor, pero también en un llamado a no despreciar la voz de quienes, desde la pasión y la observación, intentan prevenir lo inevitable.








