En 1972, el gobierno de Misael Pastrana Borrero frenó la reforma agraria, favoreciendo a los terratenientes y condenando al campesinado a décadas de exclusión y desigualdad. Hoy, el país enfrenta el reto de saldar esta deuda histórica con una verdadera transformación del campo.
El 9 de enero de 1972 quedó registrado en la historia colombiana como un día de traición para el campesinado. En Chicoral, Tolima, el gobierno de Misael Pastrana Borrero, en alianza con las élites políticas y los terratenientes, pactó el freno definitivo a la reforma agraria. La decisión condenó a miles de familias rurales a la miseria, perpetuando un modelo de tenencia de la tierra basado en la concentración y la desigualdad.
El acuerdo de Chicoral modificó la Ley 135 de 1961, eliminando la posibilidad de expropiar latifundios improductivos para ser entregados a las comunidades campesinas. Hasta ese momento, el movimiento agrario había avanzado en la lucha por el acceso a la tierra, con la toma de más de 316 fincas en 13 departamentos en 1971 y otras 120 fincas en diciembre de ese mismo año. Sin embargo, el pacto selló el destino de estas reivindicaciones, consolidando el poder de los grandes propietarios.
Uno de los efectos más devastadores del pacto fue el debilitamiento del Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), que hasta entonces tenía la función de sanear resguardos indígenas y distribuir tierras baldías a comunidades campesinas. Con las reformas impuestas en Chicoral, la función del Incora se redujo drásticamente, dejando a las comunidades sin un mecanismo estatal para acceder legalmente a la tierra.
El pacto también significó la criminalización del movimiento campesino. La respuesta del Estado fue la represión violenta de las protestas y las tomas de tierras, con detenciones arbitrarias, persecuciones y asesinatos selectivos. Se configuró así una narrativa peligrosa, en la que el campesinado fue tratado como una amenaza para el Estado y no como una parte fundamental del desarrollo nacional.
La falta de una reforma agraria efectiva no solo acentuó las desigualdades en el campo, sino que también alimentó el conflicto armado. La exclusión del campesinado y la concentración de la tierra fueron factores determinantes en la prolongación de la violencia, ya que muchas comunidades, ante la falta de alternativas, se vieron obligadas a defender sus derechos a través de la resistencia armada.
A más de 50 años del pacto de Chicoral, las consecuencias de esta traición siguen vigentes. Colombia es uno de los países con mayor concentración de la tierra en América Latina, y la deuda histórica con el campesinado aún no ha sido saldada. La paz y la estabilidad del país dependen de una reforma rural que garantice equidad en la distribución de la tierra y acceso a recursos productivos para las comunidades rrurales
Hoy, el país necesita un nuevo pacto, pero esta vez en favor de los campesinos. Un acuerdo que priorice la redistribución de tierras, la soberanía alimentaria y el fortalecimiento de la producción agropecuaria sostenible. Este pacto debe ser construido con el liderazgo del movimiento campesino, con el respaldo del gobierno y de la sociedad en su conjunto.
Reconocer la dignidad del campesinado y garantizarle las herramientas para transformar su realidad es un paso fundamental hacia una Colombia más justa e inclusiva. Mientras el campesinado siga en pie de lucha, con la esperanza intacta, su grito seguirá resonando: ¡Por una Colombia potencia mundial de la vida, con tierra y justicia social!