Por : Paula González
Sobre la Calle 10 con Carrera 5ta de Ibagué, entre muchos colores, hilos, mochilas, aroma a café, risas, y múltiples voces, transcurre la mañana de los artesanos que buscan llevar a casa el sustento. El ambiente de la plazoleta de los artesanos es tranquilo y el sitio acogedor. Algunos rostros se enfocan en terminar sus manualidades y otros nos reciben con una sonrisa ofreciendo sus productos.
En uno de esos pequeños locales de 1.45 cm2, nos recibe un hombre de unos 48 años de edad, trigueño, bajo, zapatos desgastados, al igual que sus manos. A pesar de mostrarnos una sonrisa, su rostro delgado y unas ojeras prominentes reflejan cansancio. Su nombre es Nilson Muñoz, y al estrecharnos su mano dice “Pero todos me conocen como San José” debido a que en su juventud era reconocido por su barrio de nacimiento en Cali. Mientras tejía un collar morado relataba que fue criado en el bajo mundo, y pertenecía más a las correccionales que a su propia casa. Al mencionar esta parte de su vida la cara de San José da un giro, su mirada se torna amarga, y su voz cambia de tono ‘’Es que señoritas, la vida en Cali es muy dura si no robaba no comía, por eso fue que decidí dejarlo todo y cambiar de vida”
San José llegó a Ibagué con la ilusión de un cambio, decidió formar una nueva vida en una ciudad que no lo recibió de la mejor manera. Aprendió a realizar manualidades observando y con uno u otro amigo de la calle que se lo enseño. Mientras día a día se esforzaba por hacer su arte y llegar a las personas, la policía arrasaba con él y con todos los artesanos de aquél entonces. Robaban sus manualidades y decían que estarían decomisadas. Cansado de todo ello, San José junto a otros 15 artesanos deciden buscar apoyo del Estado para no ser tratados más como delincuentes.
La plazoleta de los artesanos inició como un proyecto que consistía en sacar de las calles aquellos jóvenes que tenían un talento, y al mismo tiempo ayudar a quienes tenían un problema con las drogas y querían salir adelante “En pocas palabras nos sacaron de la calle para no seguirle estorbando a las personas con nuestro trabajo, a los que de verdad les gustaba esta vaina le entraron al proyecto, los demás solo siguieron el camino que ya estaba casi escrito, perderse en las drogas” dice San José.
En aquel entonces no existían los toldos, hacían sus manualidades en el cemento, y al rayo del sol todos los días. Las artesanías eran enseñadas en paños de color azul, y por ello eran reconocidos como puntos azules. Gracias al esfuerzo y al buen trabajo de estos artesanos, las ventas eran cada vez mayores y de esta manera lograron construir una estructura más organizada y agradable para los clientes. “Luego de esos tapeticos, pasamos a las mesas y después a todos se nos ocurrió la idea de un toldo para protegernos del sol y del agua, y ahí cada uno empezó a decorar su negocio como quiso, con vitrinas y esas pendejadas que llaman más la atención”.
Nilson vive de su arte, con estas manualidades sostiene una familia que consta de seis hijos, y esposa, que a su lado también aprendió a realizar artesanías. En la plazoleta paga un arriendo de 40 mil pesos a INFIBAGUÉ, y paga impuestos por la venta en asociación. Aunque no es mucho, el trabajo de las manualidades no es suficiente, ya que no todos los días vende y su arte es poco valorado. Este hombre abre su toldo desde las 8:00 de la mañana y se va para su hogar a las 6:30 de la tarde. A veces con la fortuna de algunas ventas, y otras veces con sus bolsillos vacíos, encontrándose en casa a seis bocas que alimentar. Así como aquel hombre de sonrisa triste, muchos artesanos luchan por salir adelante. “Es que esto no es tan fácil como parece, el que diga que está aquí por plata está mintiendo. Aquí todos estamos porque nos gusta este cuento”, explica Nilson mientras da los últimos retoques al collar.
Su relato fue interrumpido por unos clientes que llegaron al lugar a tan solo observar, y, como muchos, irse con las manos vacías, creando en San José una falsa esperanza. “Vienen solo a mirar y nunca llevan nada. Prefieren ir a esos centros comerciales donde lo mismo que nosotros hacemos lo venden muchísimo más caro y no apoyan el talento de Ibagué. Lo peor es que cuando vienen piden rebaja”.
Del mismo gremio de nuestro amigo San José, exactamente a dos locales, se encuentra la señora Ofelia Ramírez, mejor conocida como ‘’Juanita la gamina’’, debido a una novela que tenía un personaje muy parecido a ella. Es una mujer de unos 57 años, alta, piel blanca. Ojos claros, cabello teñido de rojo y una sonrisa que transmite alegría. Juanita también llego entre aquellos 15 artesanos. Aunque las circunstancias de su llegada fueron distintas, al igual que Nilson, conocen este lugar como la palma de su mano, este se ha vuelto un hogar y un refugio para ellos.
Esta mujer toda su vida ha sido artesana, no conoce otro oficio. En su juventud fue una nómada, iba de un lugar a otro con el único propósito de ser feliz, y enseñar lo que mejor sabe hacer, artesanías. Juanita trazó su destino e hizo de su vida lo que quiso. Se nota feliz y tiene una energía tan bonita como ella. A pesar de haber recorrido muchos sitios encontró su lugar en el mundo en esta pequeña esquina de la 10, donde por más de 20 años ha entregado amor y dedicación en cada una de sus manualidades.
Juanita “La Gamina” comparte el pensamiento de San José, “las ventas son Dios y suerte”. Cuando algunas personas se acordaban de sus manualidades y se acercaban a comprar era su día de suerte, pero la mayoría de las veces se iba con las manos vacías y con un sentimiento de tristeza a su hogar. Al contrario del hombre artesano, Ofelia tiene dos hijas mayores y no tiene tantas obligaciones. Su única preocupación es que ha tenido que aplazar sus viajes por cuidar de su toldo, su alma de viajera sigue intacta y dice que aún le faltan muchos sitios por visitar. Sin embargo, al igual que muchos colombianos, ella también se queja de lo mal que pagan en Colombia y de la mala economía del país. Por un momento la conversación se torna a reflexiones sobre el país y sobre la sociedad de consumo que está acabando con la población. “Es que por eso mismo el arte ya no es valorado y vivimos comprando cosas que creemos que necesitamos cuando no es así”.
Hermosos atrapasueños están exhibidos, en el toldo de Juanita se encuentra uno en forma de ‘Árbol de la Vida’, exclusivo en el lugar. Su propósito es hacer manualidades distintas para disminuir la competencia. “Yo me demoro casi 5 horas haciendo un atrapasueños como este. Además de la lana y los finos hilos que utilizo, el toque especial es el amor con el que lo hago”.
En aquel lugar donde el amor por el arte, los colores y las ganas de salir adelante predominan, se esfuerzan por tener una sana convivencia. “Aquí lo más importante es trabajar con amor y sin envidia, unidos por un mismo propósito”, menciona Ofelia con una sonrisa que ilumina su rostro. Por tal razón, existe una Junta de Acción Comunal, su presidente que es quien se encarga de Cámara y Comercio, así como el manejo de los impuestos. A eso se le suma el vicepresidente, el tesorero y más de 20 artesanos que día a día conviven y necesitan hacer de su negocio un lugar mejor.
Sin embargo, no todos los artesanos que allí conviven tienen el mismo pensamiento, ‘’Elsa’’ una vendedora de esta plazoleta, que vive con amargura por lo poco que vende no le interesa mantener una buena relación con los demás “Es que yo acá vengo a trabajar, no hacer amigos” Al contrario de Juanita y San José, no es artesana. Ella compra las artesanías a sus colegas y así mantiene su local. Es una mujer de unos 55 años, cabello negro, piel morena, ojos oscuros y grandes. Viste una blusa blanca, un jean oscuro, y lleva una coleta que permite visualizar mejor sus arrugas. Se estableció en este lugar hace 6 años. Su única preocupación es vender, según comentan algunos de sus compañeros, es una mujer llena de rivalidad, y muchas veces ofrece sus productos más baratos con la única intención de ganarse algunos clientes, “Ella vive aislada de todos nosotros, nunca se integra y siempre hace mala cara por todo, pero acá todos aprendimos a tolerarla y quererla a su manera” menciona Ofelia con una voz de ternura y una sonrisa de compasión.
Se enciende un porro al fondo y el olor a motta se apodera del lugar, el humo se expande por dos toldos de la parte de atrás y se escuchan risas. A diferencia de otros lugares aquí nadie se escandaliza, y todo sigue en su ritmo habitual. El olor se diluye con el inconfundible aroma a café que sale de esas gigantescas máquinas plateadas que van trabajando al ritmo de los artesanos. Al lado derecho de aquellos toldos blancos, se encuentra uno de los cafés más prestigiosos de la ciudad: Sonata.
En esta mañana con el sol más deslumbrante que de costumbre, 3 personas disfrutan de un café, perdidos en las pantallas de sus celulares y laptops. Parecen no percatarse de las historias que transcurren en medio del café y un montón de hilos. El lugar consta de 10 mesas, 7 empleados y, según lo describe el personal, un jefe maravilloso. Es frecuentado por periodistas, abogados, empresarios o jóvenes que comparten una tarde con amigos, pero casi nunca un artesano. Un artesano que convive con este lugar desde que abre hasta que cierra, un artesano que pertenece a este espacio, un artesano que disfruta diariamente el olor a café. “Pero, ¿usted ya vio la carta? Si muchas veces me voy con las manos vacías, ¿cómo me va a alcanzar para pagar un café de 3.000 pesos? Es que ese sitio es para los ricos”, dice Nilson un poco molesto. De la misma manera Ofelia expresa su disgusto, “¿cómo es posible que las personas se vengan a tomar un tinto tan caro y luego se acerquen a quejarse del precio de mis artesanías. Definitivamente el arte ya no es valorado”.
Mientras la peculiar voz de Freddy Mercury se adueña del lugar, con uno de sus temas más reconocidos “Bohemian Rapsody”, Orlando un hombre que se aproxima a sus 50, suelta su laptop para disfrutar de esta melodía. Da un sorbo a su café y junto a una pequeña sonrisa, suelta: “A mí me gusta este sitio porque encuentro la tranquilidad que no hay en otro lado. Además, el servicio es bueno y la música amena”. Aquel hombre calvo, con unos kilos de más y bien vestido, menciona que casi siempre viene solo para escapar de su rutina. “Eso es otra cosa que me gusta de acá, nadie me mira raro si llego solo. Al igual que yo, la mayoría de las personas vienen sin compañía”.
En el distrito financiero de Ibagué donde nace una de las avenidas más importantes de la ciudad como la avenida quinta, nos encontramos con un espacio cultural de artesanías. Un lugar tranquilo y lleno de sonrisas, donde unos buscan el refugio de su soledad, otros un sustento diario y algunos desarrollar el arte que aman.