El discurso del presidente Gustavo Petro durante la instalación del Congreso 2025 no fue solo una rendición de cuentas, sino un pulso entre dos modelos de país: uno que propone reformas con datos y memoria, y otro que se atrinchera en el espectáculo y el miedo a perder sus privilegios.
El mensaje del presidente Gustavo Petro ante el Congreso no se limitó a presentar los logros de su gobierno. Fue, ante todo, una confrontación de fondo entre el proyecto de una democracia reformista y los vestigios de una política acostumbrada al clientelismo, la impunidad y el show mediático. El Congreso se convirtió en el escenario de una disputa ética y simbólica por el rumbo de Colombia.
Mientras Petro hablaba con cifras —como la llegada de más de 7 millones de turistas anuales o la reducción de la inflación—, algunos sectores de la oposición optaron por ridiculizar el espacio institucional. El uso de máscaras, gritos y gestos infantiles evidenció un vacío político: la carencia de propuestas serias frente a los desafíos nacionales. No hubo argumentos, solo ruido.
El mandatario también evocó una memoria dolorosa: cuando el 30% del Congreso terminó tras las rejas por vínculos con el narcoparamilitarismo. Lejos de ser una amenaza, fue un recordatorio de los riesgos que corren las instituciones cuando se corrompen. Hoy, a diferencia de entonces, se discuten reformas sociales con todas sus tensiones, pero se discuten. Y eso es un avance.
Frente a quienes quisieron minimizar el momento, Petro insistió en hablar de industria nacional, lucha contra el narcotráfico y transformación económica. Lo hizo sin ambigüedades y sin eludir las críticas, pero también sin conceder protagonismo a quienes han hecho de la confrontación vacía su único recurso para conservar poder.
La rabia opositora no proviene del desacuerdo ideológico —legítimo en democracia—, sino del miedo a perder las estructuras de privilegio. Es la resistencia de una clase política que se niega a ser desplazada por un modelo que exige mayor transparencia, equidad y justicia social. De ahí que no respondan con ideas, sino con insultos.
Casos como el de la congresista Lina María Garrido, hija de un condenado por nexos con el narcotráfico, reflejan cómo ciertos liderazgos se sustentan en el pasado oscuro que hoy Petro denuncia. Su intervención no tuvo contenido, solo ataques emocionales que apelaron más al escándalo que al análisis. Y, sin embargo, fue celebrada por quienes ven en la provocación su única defensa.
El contraste fue evidente: de un lado, un presidente que pone el cuerpo y los datos; del otro, una oposición que prefiere el sarcasmo a la autocrítica. Petro habló desde una visión de país; sus detractores, desde la nostalgia por un poder impune, el mismo que convirtió el dolor de 6.402 jóvenes asesinados en cifras para justificar la guerra.
Colombia se enfrenta a una encrucijada histórica: continuar hacia una democracia real, imperfecta pero en construcción, o retroceder hacia un Estado que prioriza la represión, la corrupción y el olvido. El Congreso, como espejo de esta lucha, no puede seguir siendo el escenario del cinismo. El país exige debate, no pantomima.
Análisis Por Edwin Soto Castro