Por: Marco Prieto excandidato a la Gobernación del Tolima – Pacto Histórico
El asombro es génesis del pensamiento filosófico, y por ende político, pero también puede ser vacío, así como un desencanto aprendido. Nos han enseñado a sorprendernos cuando, por ejemplo, el derecho responde a los intereses del poder, como si su función no fuera precisamente administrar esas tensiones.
No hay justicia neutra, y la historia nos lo ha mostrado sin descanso. El derecho es humano, y por ser humano, es burgués en su estructura, porque responde a quienes han consolidado el Estado como el único escenario de la disputa. No es una revelación; es un recordatorio.
Pero si la historia es cíclica, también puede ser interrumpida. No se trata solo de criticar la ingenuidad de quienes esperan una pureza imposible en las instituciones, sino de reconocer que esa crítica, por sí sola, nos condena a la parálisis. Hay quienes confunden el desencanto con lucidez, cuando lo cierto es que el pesimismo sin horizonte es apenas la otra cara de la resignación.
No podemos depositar nuestras existencias en una institucionalidad demacrada, nacida derrotada y aún así necesaria, pero tampoco podemos abandonar el terreno de la disputa. Porque si bien la burguesía construyó el derecho para sus propios fines, el poder instituyente —ese que emerge de las fuerzas vivas, de los pueblos, de las juntanzas— tiene la capacidad de ir más allá de lo que simplemente administra el presente. El poder instituyente no desconoce lo constituyente. Lo expande.
Puede leer tambien: Juan Manuel Santos responde a las acusaciones de Álvaro Uribe
No niega lo que existe, pero lo tensiona hasta los límites de su propia contradicción. Porque el problema no es solo quién interpreta la ley, sino quién tiene la capacidad de crear nuevas reglas de juego, quién sostiene el pulso de la historia cuando la inercia invita a ceder. En este país, hemos entregado demasiado: nuestros cuerpos, nuestros anhelos, nuestras revueltas, incluso nuestros sueños, a una institucionalidad que se alimenta de nuestra fe y nos devuelve protocolos vacíos. ¿Y qué hemos aprendido? Que confiar ciegamente en las instituciones es, en última instancia, otro modo de rendirse. Por eso, más que una denuncia, lo que urge es una confluencia. No basta con señalar lo que no funciona si no construimos aquello que aún no existe.
Que siga amaneciendo, sí, pero que el amanecer no sea solo una metáfora. Que sea el momento en el que el poder instituyente deje de ser una posibilidad y se convierta en una realidad palpable, en una fuerza capaz de transformar sin repetir, de crear sin delegar, de sostener sin depender. Porque el derecho puede ser burgués, pero la historia aún nos pertenece.