Por: Edwin Soto Castro, Comunicador Social Periodista/ Especialista en Comunicación Digital.
El contrato entregado por la Alcaldía de Ibagué al periodista Duverney Salazar, por un valor total de $250 millones, ha puesto en evidencia una práctica que, aunque disfrazada de legalidad, vulnera los principios más básicos de la función pública. La contratación directa, en este caso, no se justifica bajo ningún criterio técnico ni ético, y revela un patrón de corrupción que favorece a ciertos comunicadores convertidos en agentes de propaganda oficial.
Según la Ley 80 de 1993 y sus modificaciones, toda contratación pública debe garantizar los principios de transparencia, economía y selección objetiva. Aun cuando el contrato se haya celebrado por modalidad de mínima cuantía, esto no exonera a la administración de hacer un estudio técnico riguroso que justifique la necesidad, idoneidad y conveniencia del contratista. Nada de eso ocurrió aquí. Se trata de un evidente favorecimiento a un tercero por afinidades políticas y lealtades personales.
La ciudadanía tiene derecho a saber por qué se entregan $25 millones mensuales a un periodista cuya experiencia profesional no ha sido validada por mecanismos de evaluación pública, y cuya trayectoria está marcada más por escándalos mediáticos y militancia política, que por resultados comunicacionales verificables. ¿Dónde están los criterios de selección? ¿Qué parámetros de experiencia, formación y resultados se usaron para adjudicar este contrato?
El documento contractual señala que la finalidad es “mejorar la imagen institucional”, un objetivo ambiguo, peligrosamente subjetivo y profundamente cuestionable desde el punto de vista legal. El Estado no puede financiar con recursos públicos campañas de propaganda para lavar la cara de una administración desgastada. Eso se llama uso indebido de recursos públicos. Eso también se llama corrupción.
Mientras algunos medios y periodistas serios luchan por subsistir sin un solo peso de la administración, otros reciben sumas escandalosas porque se alinean con la narrativa del poder. Esta repartija mediática no solo desnaturaliza el periodismo, sino que rompe con los principios de equidad y libre competencia dentro del ejercicio comunicacional. No hay igualdad de condiciones si unos se ven obligados a postularse a convocatorias y otros simplemente “lamben” para recibir.
Lo más grave es que esta práctica de premiar con contratos a quienes sirven de caja de resonancia política erosiona la legitimidad de la institucionalidad pública. Los ciudadanos perciben cómo la opinión libre se silencia mientras el “periodismo tutumiao” florece. ¿Hasta cuándo vamos a normalizar esta forma de clientelismo disfrazado de contratación?
La función pública tiene como pilar la gestión eficiente, equitativa y legal de los recursos del Estado. La contratación de servicios de comunicación institucional debe ser abierta, técnica, con criterios de evaluación verificables y sin sesgo político. Contratar a dedo sin convocatoria pública para favorecer a un vocero de campaña es, simple y llanamente, una falta gravísima.
La ciudadanía debe exigir rendición de cuentas, la revisión inmediata de este y otros contratos similares, y la intervención de los entes de control para determinar si hubo desviación de poder, favorecimiento indebido o detrimento patrimonial. No se puede seguir premiando con recursos públicos a quienes convierten el periodismo en un instrumento de propaganda y a la administración en una agencia de empleo para los amigos del poder.
Porque cuando los recursos públicos se reparten a conveniencia, cuando el control social es desplazado por el marketing político, cuando la crítica se castiga y la adulación se premia, estamos ante la peor versión de gobierno: una administración sin principios, sin planificación y sin ética pública.