Walter Lippmann, decano de los periodistas norteamericanos, enseñó con claridad que la propaganda podía utilizarse para fabricar consenso, ni más ni menos, es decir, producir en los ciudadanos el aceptar algo que inicialmente no se quería ni deseaba. Amparado bajo la idea absurda -que ha hecho carrera desde hace por lo menos 4 siglos-, que los intereses superiores de una nación o un pueblo no están en la base y opinión general, si no en una especie de hombres superiores que pueden entender dichos intereses y darles solución.
Algo así como una comunidad intelectual, en palabras de Jhon Dewey, la cual exclusivamente sí posee esa capacidad de entender los intereses comunes para dirigirlos desde los más altos cargos del Estado, y que, por su puesto, escapan a la inmensa mayoría de la gente por no tener dicha cualidad de superioridad.
Para mantener y solventar dicha creencia en el imaginario colectivo, uno de los mayores artífices propagandísticos es siempre recurrir al fanatismo patriotero, como dice Noam Chomsky en sus escritos. Fanatismo patriotero que casi siempre logra histeria, miedo y el belicismo requerido en la población a través de sofisticados mecanismos mediáticos de todo tipo, para afirmar la creencia que solo un puñado de la sociedad dado su origen, estudios, tradición, poder o dinero pueden liderar y pueden concretarlo. Obvio, donde lo que importa es la mentira en defensa de poderosos, dominantes o en la hegemonía económica, política o social.
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Nótese en este tiempo de contienda electoral colombiana que de ese viejo, tramposo y eficaz recurso de persuasión social están haciendo uso tanto la izquierda como la derecha –del centro ni hablemos-, aplicando ese libreto típicamente “leninista” de que una avanzada de intelectuales son los verdaderos revolucionarios, quienes llegarán al poder a través del apoyo popular para liderar a esas “masas estúpidas” a un futuro de leche y miel al que ellas, por su propia incapacidad e incompetencia no son capaces de llegar.
Como bien lo señalan algunos en la ciencia política, es en este tipo de estratagemas donde muchos ven similitudes en la teoría de la democracia liberal, el marxismo-leninismo y la democracia progresista sobre la cual tanto escribió Lippmann y en donde hay distintas capas sociales de ciudadanos, cuya base amplia y mayoritaria es un rebaño desconcertado al que se debe guiar, pero del que hay que cuidarse cuando zapatea y gruñe.
Es decir, mantener en exclusiva dos aplicaciones “democráticas”: unos pocos que son miembros participantes activos de ella y otros que gozan de la “libertad” para elegir un líder, te escogemos y nos permites la “grandeza” de votar por ti. Esa es precisamente la trampa que se observa en esta justa electoral del país que estará en furor luego del puente del próximo 7 de enero de 2022.
Pero a pocos se les escucha, aparte de decir cambiemos las personas que ocupan esos cargos por este, aquel o aquella que sí son buenitos, o sea, únicamente quitar a quienes ocupan hoy los piñones del viejo sistema carcomido y corroído; es decir, en últimas, no cambiemos nada de fondo sino las caras, pero nada de medidas ciertas y radicales que proporcionen una verdadera democracia participativa frente al anacrónico Estado. Muy poquito sobre la posibilidad de que en Colombia un ciudadano, cualesquiera sea su tendencia política o personal, cuente con los recursos y posibilidades necesarias para hacer parte activa de sus asuntos particulares y colectivos, de lo que lo atañe, lo afecta y le interesa.