En el Cañón del Combeima, zona rural de Ibagué, diez familias indígenas fueron desalojadas tras una orden judicial proveniente de Bogotá. El proceso, cuestionado por la comunidad, dejó heridos y abrió un debate sobre el respeto a la jurisdicción indígena y los derechos fundamentales.
En la vereda Llanitos, ubicada en el Cañón del Combeima, Ibagué, se registró un desalojo que dejó una profunda huella en la memoria de la comunidad indígena. Diez familias que habitaban el predio desde hace más de 35 años fueron obligadas a abandonar sus viviendas y cultivos. La decisión se sustentó en una orden emitida por un juez de Bogotá, lo que generó fuertes críticas por presuntamente desconocer la jurisdicción indígena y los derechos de quienes han ocupado, trabajado y protegido ese territorio ancestral durante más de tres décadas.
El proceso judicial, cuestionado por líderes comunitarios, se ejecutó sin previo aviso ni notificación formal a las familias afectadas. La comunidad denuncia que no hubo posibilidad de ejercer el derecho a la defensa ni de garantizar el debido proceso. En medio de la diligencia, se reportaron al menos diez personas heridas, entre ellas menores de edad, lo que agudizó la indignación y la sensación de atropello contra quienes han construido su vida alrededor de estas tierras.
El terreno en disputa, según versiones de la comunidad, había sido cedido años atrás por Cortolima con fines de adjudicación a las familias indígenas. Sin embargo, de manera sorpresiva, el predio apareció nuevamente en un proceso legal que desconoce esa historia de ocupación legítima. La memoria y el trabajo de más de tres décadas fueron borrados con la firma de una orden judicial que, para los afectados, representa un acto arbitrario y sin consideración por la dignidad humana.
Durante el procedimiento estuvieron presentes representantes de varias instituciones estatales y locales. Funcionarios de la Personería, la Secretaría de Gobierno, Bomberos, Policía y hasta de la Alcaldía acompañaron la diligencia. Su papel, en teoría, era garantizar la transparencia del proceso, pero la comunidad los acusa de haberse limitado a ser observadores pasivos de lo que consideran un atropello contra sus derechos y su cultura.
El desalojo dejó un ambiente de tensión y desconfianza en Llanitos. Los indígenas aseguran que las autoridades actuaron como garantes de un trámite burocrático, sin importar las consecuencias sociales y humanas. Para ellos, lo único que se defendió con rigor fue un documento legal, mientras la vida, la historia y la cultura fueron relegadas a un segundo plano. La crítica se centra en que las instituciones parecen estar más comprometidas con el cumplimiento de una firma que con la protección de las personas.
Ante los hechos, la Alcaldía de Ibagué ha mantenido silencio, evitando pronunciarse sobre los motivos del desalojo. La ausencia de respuestas alimenta las sospechas de que existen intereses ocultos detrás del fallo judicial. El juez que emitió la orden, por su parte, tampoco ha ofrecido explicaciones sobre la decisión ni sobre las posibles implicaciones de desconocer la jurisdicción indígena, reconocida constitucionalmente en Colombia.
En contraste, las autoridades indígenas han empezado a movilizar acciones legales en su propia jurisdicción. Según sus representantes, ya interpusieron recursos para reclamar el respeto a sus derechos y a su autonomía como pueblos originarios. Recuerdan que la Constitución reconoce su sistema de justicia, pero advierten que en la práctica el Estado solo lo respeta cuando no entra en conflicto con intereses externos.
La situación ha despertado un debate nacional sobre la forma en que se están resolviendo los conflictos territoriales en Colombia. Diversos sectores sociales y organizaciones defensoras de derechos humanos han mostrado su preocupación por la falta de garantías en el proceso y por la violencia que acompañó la diligencia. Para ellos, el caso Llanitos simboliza cómo la justicia ordinaria puede convertirse en instrumento de despojo, ignorando los principios de equidad y pluralismo jurídico.
Los hechos también ponen en evidencia la fragilidad de las comunidades indígenas frente al poder de las decisiones judiciales emitidas desde instancias ajenas a su realidad. Treinta y cinco años de posesión, trabajo y siembra fueron borrados de un tajo por una resolución judicial expedita. Mientras tanto, las heridas físicas y emocionales de los desalojados permanecen abiertas, recordando que la violencia institucional puede ser tan dolorosa como cualquier otra forma de despojo.
Hoy, Llanitos se levanta como un símbolo de resistencia y dignidad. Las familias afectadas insisten en que continuarán defendiendo sus derechos a través de la jurisdicción indígena y las instancias internacionales de derechos humanos. Lo ocurrido, dicen, no solo es una lucha por la tierra, sino por el reconocimiento de su cultura y su existencia como pueblos originarios. La historia de este desalojo se escribe con heridas, pero también con la convicción de que la justicia debe respetar la vida y no someterla a los intereses de unos pocos.