El término sicario proviene del latín “sicarius” (asesino pagado). Y no es nuevo. Desde la rebelión de los Celotes en Palestina, en la eliminaron la casa de Ananías en Jerusalén, la antigua Roma de Julio Cesar y el Renacimiento se tienen noticias de su actuar. Su presencia en el mundo contemporáneo no es más que el renacer de las viejas formas de violencia utilizadas, dijo la investigadora Olga Gaitán G.
En Colombia, el término se masificó a partir de 1984 tras el asesinato del ex ministro Rodrigo Lara Bonilla, a propósito de la historia de Bayron Velásquez, el joven de 16 años quien le disparó desde una moto. Los antecedentes en Colombia podrían estar en los llamados “pájaros”, asesinos por encargo.
En fin, en el país esa forma de asesinar se ligó al narcotráfico, que mucho la usó hasta conformar verdaderas bandas sicariales que luego esparcieron su accionar delincuencial. Sin duda, en la memoria colectiva nacional el sicariato aparece tras las sangrientas escenas del narcotraficante Pablo Escobar, al ordenar a esos grupos matar policías, por los cuales pagaba dos millones de pesos. En un sola semana de un mes de abril, en los 80, fueron 12 agentes muertos, a los tres meses, la cifra llegaba casi a los 100. Se calcula que cerca de 500 policiales fueron asesinados en esa demencial forma. En realidad, en Colombia no se tiene claro cuántas personas han muerto por sicariato. En esa modalidad de disparar desde motos o llegar en vehículos con placas cambiadas abriendo fuego.
Por eso, resulta altamente indignante y doloroso que seamos convocados a una especie de “normalización” de esa forma de matar compatriotas en plena protesta social 2021. Casi que en vivo y en directo asistimos horrorizados a las dantescas escenas de vehículos llegando a barrios en Cali y otras ciudades disparando contra ciudadanos y protestantes. Para luego enterarnos que son policiales. Hoy son de público conocimiento con los testimonios en los medios y las imágenes en redes sociales, que al parecer policías dispararon desde sus motos en movimiento a Santiago Murillo en Ibagué, Nicolás Guerrero en Cali, otro joven en Florida Blanca (Santander) y recientemente a Lucas y Héctor en Pereira.
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No reclamamos saber que son unas manzanitas podridas o cuántas lo son, lo importante y transcendental es conocer quién es el gusano que las pudre, cómo y por qué, y evitar que esa forma de actuar haga metástasis en esa institución. No se confundan, lo que estoy pidiendo es que se reivindique a la Policía desde adentro en su dignidad y respeto públicos. Esto no se trata de generalizaciones sobre ella, pero sí de particularidades; de esas que deben conocerse y detenerse. Que hay mujeres y hombres que cumplen su trabajo, se apegan a la Ley, actúan con decoro y pundonor en su actividad policial no está en cuestión. Ni el negar que por el sacrificio de sus vidas, y muy a pesar de políticos y la clase dirigente, gracias a la valentía de varios de ellos hemos resistido los embates de mafiosos; de las guerrillas violentas y sus actos demenciales, de los paramilitares y sus vejámenes crueles y de las bandas delincuenciales peligrosas. Y sí, las muertes de policías también duelen porque son colombianos. Así como sabemos que su remuneración debería ser de la que hoy gozan los congresistas.
Y precisamente es por ello que se exige al Ministro de Defensa, el Director de la Policía, los Comandantes de la Policía Tolima y la Metib, que sin ambivalencias, eufemismos ni vagas generalidades y sí con total claridad y contundencia, expresen que rechazan de tajo ese tipo de comportamientos policiales, que nos los respaldan por ser una conducta moralmente incorrecta, ilegal e irracional para alguien que porta ese uniforme y goza del privilegio de las armas. Y por favor, sin rasgarnos las vestiduras, que bastante acervo histórico hay en este país para saber hasta dónde llega la barbarie y que tan alta es la pila de muertos (especialmente jóvenes) cuando callamos sobre estas alertas o miramos cómodamente hacia otro lado. Ese, señores, sí es un acto de grandeza y amor patrio desde y para la Policía, que contribuiría muchísimo a apaciguar los ánimos, a mermar la beligerancia presente, para retomar la cordura y la paz tan necesarias en este crispado ambiente social.
Como lo dijera ayer monseñor Luis José Rueda Aparicio, Arzobispo de Bogotá, no podemos acostumbrarnos a ser espectadores de un escenario de huesos secos.