En un mundo donde el oportunismo prevalece sobre la gratitud, la política se convierte en un escenario donde pocos ganan a costa del esfuerzo de otros. Ibagué y el Tolima no son la excepción.
La vida suele mostrar su ironía más cruda en los escenarios donde uno menos lo espera. El esfuerzo y dedicación que en su momento muchos entregaron desinteresadamente, hoy es capitalizado por oportunistas de turno. Nadie sabe para quién trabaja, reza el dicho, y en política esa sentencia cobra una vigencia dolorosa. Quien usa y quien es usado lo sabe en el fondo, aunque socialmente se maquille bajo sonrisas y fotos públicas.
Muchos creen que ser buena persona y actuar de buena fe les abrirá todas las puertas. Grave error. En una sociedad tan politizada como la nuestra, ser ingenuo es casi un pecado capital. Cada sonrisa, cada apretón de manos, cada foto compartida, tiene un interés detrás. Basta ver los escenarios deportivos de Ibagué: pocos pensaron que las flores de la gestión terminarían adornando la imagen de Hurtado y sus aliados, quienes no dudan en capitalizar cualquier logro para alimentar su poder.
La realidad es simple pero brutal: quien se junta con figuras de poder no lo hace gratuitamente. La cercanía se convierte en moneda de cambio, en plataforma de oportunismos, tanto en la política como en los negocios y las amistades. El que se aprovecha del trabajo ajeno deja a la vista su verdadero rostro. Lamentablemente, estas prácticas no se quedan en la anécdota: son parte estructural de un sistema enfermo.
Platón hablaba de tres tipos de amigos, pero en política, tal categoría apenas sobrevive. Aquí no hay amigos: hay intereses, conveniencias, pactos de silencio. Si el poder se reparte entre “amigos” como Hurtado y su pupila Aranda lo hacen, no es más que un reflejo de la vieja filosofía del clientelismo: contratos a diestra y siniestra para mantener los hilos de la influencia.
¿Y quién enseña a estos aprendices del oportunismo? Las castas políticas, que generación tras generación perfeccionan el arte de utilizar el poder para perpetuarse. La corrupción se ha vuelto metástasis en una sociedad que mira impávida cómo los recursos públicos son canjeados como fichas de un juego en el que el ciudadano siempre pierde.
No es casualidad que en Tolima, un departamento que apoyó fervorosamente a su actual gobernante, los contratos terminen favoreciendo a los mismos de siempre. El círculo de la repartición del botín público se mantiene activo, ahora con nuevas caras, pero con las mismas mañas. El llamado “barretismo” no es más que una nueva versión de viejas prácticas.
A nivel nacional, este mismo fenómeno se repite. Ya en la década de los 2000 el uribismo dio cátedra sobre cómo moldear la política a su favor. No sorprende, entonces, que en lo departamental y municipal persista el reciclaje de los mismos métodos, de las mismas dinámicas, donde el oportunismo no solo se tolera, sino que se premia.
El panorama es sombrío, pero la lucidez exige reconocerlo: en la política, como en la vida, no siempre gana el más capaz ni el más honesto, sino quien mejor entiende que el poder no se comparte, se administra, se negocia y, cuando conviene, se traiciona. Esa es, tristemente, nuestra realidad.