Por: La Liga contra el Silencio y Mutante Org.
Nos iban a violar. Nos metieron la pistola en la boca y nos amenazaron. Nos tocaron por todos lados, y nos decían: ‘Las vamos a matar, ¡zorras!’ Y nos metieron al lado del cañaduzal”, contó una mujer en un video que circuló el 3 de mayo en Palmira, Valle del Cauca. Las imágenes, también publicadas en Twitter, se sumaron a las denuncias de violencia sexual que acumula hasta ahora el paro nacional.
La Defensoría del Pueblo registró, entre el 28 y el 14 de mayo, 87 casos que incluyen tocamientos, amenazas y tortura contra contra distintas personas por parte de agentes de la fuerza pública. A este saldo se sumó la denuncia conocida el 20 de mayo, en la cual una policía asegura haber sido torturada y abusada sexualmente por civiles en un CAI de Cali durante las manifestaciones del 29 de abril.
En Palmira, según el Comité de Derechos Humanos, al menos 48 personas resultaron heridas y 10 mujeres denunciaron violencia de género durante “la larga noche de los cañaduzales”, como describen allí a las dos jornadas continuas de confrontación entre el Esmad y los manifestantes, el 2 y 3 de mayo.
“En el resto del país aún no entienden la magnitud de todo lo que está pasando acá”, declaró Óscar Escobar, el alcalde de Palmira. El abuso policial y las protestas continuas, según dijo, nunca se habían visto así en la ciudad. Desde el 28 de abril las principales vías del municipio han estado bloqueadas; escasean los vegetales y la gasolina, y la basura no se recoge con la frecuencia habitual.
El 10 de mayo abrieron un corredor humanitario que ha permitido la entrada de algunos víveres esenciales. Mientras tanto, un centenar de jóvenes construyó campamentos improvisados en la carretera Palmira-Cali, entre vastos cultivos de caña, y en coordinación con la Asamblea Popular, junto a estudiantes, profesores y otras personas que impulsan la organización comunitaria y el paro nacional.
Nos descartan por ser humildes. Por eso estamos en esta lucha, y seguiremos hasta cuando el gobierno nos escuche”, dijo un joven al que llamaremos Santiago. Él hace parte de la primera línea de resistencia, el grupo que está de forma permanente en los puntos de bloqueo; la vanguardia que enfrentó a los Escuadrones Móviles Antidisturbios (Esmad). Como muchos otros, por temor, el muchacho prefirió ocultar su rostro y su nombre.
El miedo en el cuerpo
Juanita, una estudiante de 25 años, jamás había participado en una movilización en Palmira. Ella salió a marchar desde el 28 de abril, animada por el descontento colectivo frente al proyecto de reforma tributaria que el presidente Iván Duque presentó ante el Congreso. Su indignación creció con los asesinatos que se contaron en los primeros días del paro. Por precaución, siempre protestaba de día. Juanita, tampoco es su nombre real.
“Me habían invitado de noche, y yo dije que no. Las mujeres siempre vamos a estar en desventaja. Hay matorrales, no hay energía. Pueden ser policías o manifestantes. Somos vulnerables”. En todo esto pensó ella en la tarde del 2 de mayo, antes de acudir al llamado que la primera línea hizo por redes sociales pidiendo bolsas de leche para mitigar el ardor de los gases lanzados por el Esmad.
El miedo de las mujeres hacia las manifestaciones lo confirma el conteo de la Defensoría del Pueblo y de varias organizaciones no gubernamentales. El 13 de mayo se conoció la historia de una joven de 17 años que se suicidó tras denunciar otro caso de violencia sexual por parte de cuatro policías que habría ocurrido en una Unidad de Reacción Inmediata (URI) en Popayán. El hecho fue negado por el general Ricardo Alarcón, comandante de la regional 4 de la Policía. Horas después, cuatro uniformados involucrados en la detención fueron separados de sus cargos mientras se investiga el caso.
El domingo 2 de mayo en Palmira, junto a una de sus amigas, a quien llamaremos Andrea, Juanita decidió apoyar la movilización. A las 5 de la tarde le entregó unas bolsas de leche a una joven de la primera línea y se alejó. En pocos segundos, mientras buscaban la salida, ambas se vieron envueltas entre los gases del Esmad. Entonces decidieron resguardarse en un arbusto junto a los cañaduzales. Un policía, según Juanita, las abordó con violencia. “¡Perras hijueputas! Acá solo están los vagos, los vándalos”, les gritó.
La descripción de Juanita incluye más abusos. Dos policías, declaró, les vaciaron las mochilas que llevaban y tiraron a su amiga al piso. “Ahí le metieron mano para sacarle el celular que tenía aquí (señala su pantalón en los genitales)”, dijo. Según su recuerdo, después los hombres levantaron a Andrea tomándola del pelo y a ambas las arrastraron al menos un kilómetro entre insultos y bolillazos hasta llegar al peaje CIAT, ubicado entre Palmira y Cali, donde la tortura continuó.
“Palmira es un municipio donde la violencia sexual es alarmante. El extenso monocultivo de caña lo convierte en un escenario de terror para las mujeres, especialmente por la oscuridad. Igual pasa con los asesinatos, que son casi diarios”, dijo Camila, asesora legal de Juanita y Andrea e integrante del Comité de Derechos Humanos de Palmira.
Camila no es su verdadero nombre. Ni siquiera los defensores de derechos humanos escapan del miedo, pues temen sumarse a las 15 personas que recibieron amenazas en Palmira durante los primeros 20 días del paro. Varias personas que han participado de las movilización, según el Comité de Derechos Humanos del municipio, fueron señaladas en un panfleto firmado por “la mano negra”. Camila conserva su cédula, a diferencia de las víctimas que representa. “A todas se las robaron, y eso es muy simbólico. Hasta la identidad les quitaron”, dijo.
A esta violencia, según la abogada, se suma la negligencia institucional. “Enviamos la denuncia de Juanita y Andrea a la Fiscalía al menos tres veces, porque no la encontraban en la bandeja de entrada del correo”, contó. Camilia considera esto revictimizante y no concibe que esta misma situación hubiera ocurrido con las otras víctimas que aún están en shock o son menores de edad. Una semana después de los hechos, Juanita puede dar una entrevista frente al cañaduzal aún con temor. Entre las demás, algunas cerraron sus redes sociales; otras siguen en silencio o encerradas en sus casas.
Ante la Fiscalía se han radicado solo tres denuncias, pero la abogada acompaña a diez mujeres que dicen haber sido violentadas en los cañaduzales o en la vía que conecta a Cali y Palmira entre el 2 y el 3 de mayo. Las denuncias incluyen tocamientos, insultos, hostigamientos de carácter sexual y golpizas.
A Jennifer Melo, psicóloga de varias mujeres que han denunciado estos abusos, los testimonios la desbordaron. “En la noche del lunes me encontré a una nena que tenía la cabeza ensangrentada, y me contó: ‘Ellos a mí no me penetraron físicamente, pero me penetraron la cabeza y el alma. Me dijeron que era una perra, una guerrillera, una vándala; me patearon, me tiraron al suelo’”, recordó. Para Melo, además de la violencia física, existe un impacto psíquico que será más difícil de sanar.
El coronel Germán Manrique, comandante de la Policía de Palmira, dijo el 11 de mayo que no conocía las denuncias. “Discúlpame. Como suceden las cosas no hay tiempo para eso. Son 22 personas del Esmad que deben estar adelante para no ser superados, y ese día había por lo menos 500 jóvenes que ya iban muy adelante (y que tenían el deber de dispersar)”, declaró.
Represión desmedida
“Nos metimos a los cañaduzales y ellos (la fuerza pública) comenzaron a quemarnos con gasolina. Nos comenzaron a tirar gases, a ahogarnos. Muchos jóvenes salieron con tiros en las espaldas, en las piernas. Nos gritaban que nos iban a matar, que nos tenían ahí cercados”, recordó Santiago, el integrante de la primera línea, sobre la noche del 2 de mayo.
Al día siguiente, según dijo, fue peor. Recibió unos golpes que le dejaron una rodilla herida, corrió por los cañaduzales en un acoso que duró seis horas. El Esmad lanzó gases y aturdidoras; se escucharon disparos y varios jóvenes salieron heridos.
“Los compañeros con tanto gas se estaban ahogando”, contó Santiago. La altura de los cultivos casi dobla la de una persona. Hay mosquitos, mucho pantano, las hojas de la caña afiladas. Por ahí corrieron decenas de manifestantes en completa oscuridad. Una semana después de los hechos seguían allí algunos objetos: la espuma de un brasier, bolsas de leche, una llanta quemada, la placa de una moto.
Camila, quien se animó a volver, recordó el lugar como un campo de guerra. En camas de cartón atendieron a los heridos que se iban sumando a medida que caía la noche. “Quién haya estado ahí, no volverá a ver ese lugar igual”, dijo. En su teléfono, como en los de otros defensores de derechos humanos, están los videos que muestran heridas a quemarropa, moretones y hemorragias.
El coronel Manrique aseguró que del Esmad solo pudieron salir gases y aturdidoras. También mencionó rumores. “Gente de esas fincas no quería que se les metieran. Cuando vieron que se les metió toda esa gente… Hay algo que está lastimosamente muy de moda, que no ha arreglado el gobierno, y es la venta de armas traumáticas que llaman, que en realidad son armas de fuego”, dijo.
El coronel tiene una explicación para cada abuso. Frente a una fotografía donde un uniformado del Esmad le apunta a un joven de cerca, concede. “No lo niego. Puede que haya habido (golpes y heridas), pero son pocos. No lo niego, pero para eso son los elementos que tienen el Esmad”, señaló.
Según el Comité de Derechos Humanos, entre las noches del 2 y 3 de mayo se contaron 38 desaparecidos. La Defensoría del Pueblo presentó entonces un listado nacional, y allí la vía Cali-Palmira encabezó la tragedia con 28 desaparecidos entre el 28 de abril y el 2 de mayo. Algunos reportados como desaparecidos en realidad se habían resguardado en los cañaduzales durante horas. Otros, por temor, pasaron la noche en casas de amigos, con los teléfonos descargados, o incluso, según múltiples denuncias que conocen en el Comité, robados por agentes de la Policía.
El 19 de mayo, en Palmira, todavía se reportaban ocho personas con paradero desconocido, de acuerdo con la información de los defensores de derechos humanos. Óscar Escobar, el alcalde, debió disculparse después de negar la magnitud de los hechos cuando dijo que solo conocía de cinco heridos, mientras en redes sociales rodaban videos con decenas. El desfase de las cifras, según Escobar, se explica porque muchos heridos fueron atendidos por brigadas de voluntarios, mientras al hospital Raúl Orejuela Bueno y a la Clínica Santa Bárbara solo llegaron unos pocos.
Pero a los defensores de derechos humanos y a los manifestantes de la primera línea lo que realmente les molestó fue que el alcalde no diera la orden de detener el Esmad, aunque fue advertido: “Alcalde, paren ya; la cuenta (de heridos) que tengo es larga”, le escribió Jhonier Flórez, integrante del colectivo Francisco Isaías Cifuentes y miembro del Comité de Derechos Humanos del municipio. Escobar dice que la noche del 3 de mayo habló con un alto mando de la Policía y le pidió retirar al Esmad. “Me explicó que no lo podíamos hacer, que había una orden de proteger la infraestructura nacional”, contó el alcalde.
Nada nuevo bajo el sol
La última vez que el Esmad reprimió una protesta en Palmira fue en noviembre de 2018, cuando los estudiantes se unieron a las movilizaciones del país y exigieron mayor financiación para la educación superior pública. Antes, en 2008, un intento de toma del peaje CIAT, ubicado a dos kilómetros de la zona urbana, también derivó en una confrontación. Pero nada puede compararse con este paro nacional, aunque este municipio valluno exhibe una tradición de lucha popular estimulada por la presencia de varios sindicatos de corteros de caña y de los miles de estudiantes que albergan sus nueve universidades.
Para Jhonier Flórez el estallido social en Palmira es una respuesta lógica ante dos realidades. Por un lado, el proceso de politización de la juventud en el municipio. Y por el otro, fallas en la gestión de Iván Duque que evidenciaron un conflicto social antes relegado por el conflicto armado.
Flórez es vocero del Comité de Derechos Humanos de Palmira, un espacio al que se han sumado universidades, colectivos de la sociedad civil y organizaciones humanitarias desde hace dos años, con el fin de garantizar, entre otras cosas, que la acción policial no sea abusiva en un municipio donde hay al menos 468 cámaras de vigilancia en la zona urbana y dos comandos de Policía en cada extremo.
El Comité nunca tuvo tanto trabajo como en las últimas semanas. Sus cerca de 15 integrantes duermen poco, y entre ellos se reparten asuntos como monitorear los puntos de bloqueo y las manifestaciones convocadas, mediar en las detenciones arbitrarias, responder a la prensa, dialogar con la institucionalidad y representar a las víctimas. Todos están exhaustos, y algunos de ellos viven amenazados.