Por: Angie Gongora- Estudiante de Comunicación Social y Periodismo - Universidad del Tolima
“¡Oh gloría inmarcesible, Oh jubilo inmortal!” suena en la emisora habitual que le avisa la hora de salida, Se despide de sus niñas y su esposo con un beso en la mejilla -“quedan en buenas manos” – dice en voz baja mientras se dirige a tomar el transporte para su trabajo. Una buseta oxidada, pequeña y por lo general llena que a lo lejos se aproxima es la encargada de llevar a la singular mujer, que con su uniforme estampado de estetoscopios e inyecciones de colores logra marcar la diferencia.
Es tal vez la ruta que atraviesa la ciudad y mientras avanza escucha la radio que acompaña al conductor en el trayecto:
–Empezamos la mañana en Ibagué Radio 101.5 fm con buena música, llega Yelsid con su éxito Demasiado Bonita.
Emocionada la tararea, recordando aquella cita romántica en la que su esposo se la dedicó y con una mezcla de emociones se imagina su vida con un trabajo estable, horario flexible y remuneración económica adecuada que le permita más horas para revivir momentos como ese con su familia, una utopía más común en Colombia que la aguapanela.
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El rojo intenso de su pelo describe lo arriesgada que puede llegar hacer, sus ojos revelan la incertidumbre de otro día más de trabajo, en una empresa “esclavizante y mala paga” como muchas otras con las que lidia en su profesión. Poco a poco el clima cambia, lo que le indica que después de una larga hora de trayecto a llegado a su destino. Imponente observa la colina que debe recorrer, tan grande como sus anhelos y deseos de servir que diariamente la motivan.
A lo lejos una joven obesa y con sus pies en punta como bailarina de ballet, sentada en una silla de ruedas defectuosa, oxidada y que en su costado lleva el logo de la gobernación del Tolima al revés en señal de protesta por el abandono del estado, la que un día es un carruaje y otro día sus patines, la espera amablemente junto a su madre con una mirada de júbilo, en el andén de la casa. Las palmeras que adornan el jardín se mesen como si a su vez la saludarán. Cindy la recibe y con la fuerza que la caracteriza la traslada para iniciar su día.
Es un barrio cálido y no solo por su clima sino por su gente, la banda marcial del INPEC de fondo y la campana del carro de la basura acompañan su mañana. Juanita su paciente, la saluda con fervor de hija pues se ha convertido en otra madre para ella y mientras le cuenta su anterior tarde de escuela, la única de la jornada en la que permanece sin ella, la limpia y la arregla para empezar el día.
Entre guantes estériles, pañales, sondas y antibióticos recuerda con amor el día que decidió ser enfermera.
-fue una noche de octubre fría como acostumbran ser- me dice mientras los sentimientos encontrados se reflejan en sus ojos llorosos al recordar a Don José Agustín, su abuelito y la mayor razón que la impulso a ser lo que es.
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En el 2007 mientras todos se preparaban para llevar a cabo las elecciones de alcaldías y gobernaciones, Cindy tomaba apurada un taxi con su abuelo hasta la calle 139 en suba, exactamente a la sección de urgencias del hospital San Pedro Claver, asustada por el futuro de su abuelo y lejos de imaginarse todo lo que significaría esta etapa, decide entrar a Don José Agustín con un cuadro clínico grave: Perdida total de la consciencia. En ese entonces la enfermería no estaba en su proyecto de vida, su trabajo era ser auxiliar de un reconocido Spa, de esos en donde entran y salen personas llenas de salud e inseguridades.
La lluvia no cesaba así como su incertidumbre por su abuelo y en la sala de espera helada no solo por la temperatura sino por la indiferencia, en medio de quejidos y sangre poco a poco se fue rodeando de personas que esperaban impacientes un turno para ser atendidas. El blanco de las paredes la inundaba profundamente…
De pronto la noche se apiada y escucha a lo lejos “Familiares de Agustín Parra”, sus piernas aunque cansadas salen despavoridas atendiendo el llamado… al frente un hombre alto con un anti fluidos rojo, una bata blanca, un estetoscopio y una voz insensible le informa que su abuelo sería trasladado a piso para ser examinado pues como muchas de las ocasiones en que se presentaban al servicio médico no encontraban la causa de su desdicha.
El día siguiente trascurre en medio de noticieros gritando a los cuatro vientos el nombre del alcalde electo… “¡Samuel Moreno, el elegido!” titulaban, entretanto la pelirroja acompañaba a su viejo en su camilla, en la habitación blanca hueso compartida con otros cuatro pacientes. La privacidad era limitada, una simple cortina azul como el color de la chaqueta de jean que llevaba puesta los separaba de los demás.
Entre dolores y calamidades logró percibir la visita de unas mujeres esbeltas y muy elegantes, con una particular pañoleta roja que las uniformaba, a pesar de sus trajes pomposos no fue aquello lo que le hizo fijar su mirada en ellas sino el propósito con el que estaban en ese lugar, las “damas de compañía” como las llamaban, eras mujeres adineradas que se sensibilizaban con el dolor ajeno o tal vez algún cargo de consciencia y se dedicaban ayudar pacientes en soledad con sus dolores. Les leían el periódico, aliviaban sus heridas y hasta cubrían gastos médicos, en efecto muchas veces realizaban todo lo que las enfermeras debían y no hacían.
“¡Señorita ayúdeme!” gritaban constantemente los pacientes en busca de auxilio pero ante la indolencia no hay frente y las enfermeras con sus trajes blancos ignoraban el panorama, como si sus oídos ya encontraran deleite con sus quejidos. A sus 18 años nunca antes había tenido contacto alguno con aquella situación, así decidió que su abuelo no sufriría lo mismo y lo acompaño desde esa noche y las siguientes, sin imaginar la larga espera.
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-No puedes cambiar todo en una noche pero una noche puede cambiarlo todo- me dice mientras sigue relatando poco a poco la historia que determino el futuro de su vida. Tal vez la chaqueta de jean y las botas negras que portaba aquel día engañaban a la gente pues aunque parecía ruda, adentro se escondía una joven sensible ante las situaciones que le presentaba la vida.
Después de un largo tiempo en el hospital comiendo gelatina, galletas de soda y sopas sin sal, su abuelo fue diagnosticado con Demencia Senil, una enfermedad que deteriora la memoria y el razonamiento. Entre llanto al estar “muerto en vida” sus recuerdos se perdían en alucinaciones… la imagen de su pequeña nieta se distorsionaba en medio de historias mágicas y cuentos de hadas puesto que era eso lo que significaba ahora su vida, hasta el punto que perdido encuentra la luz…
El día de su partida y después de casi un mes en el hospital, la pelirroja cansada del olor a “medico” decide servir, como aquellas “damas de compañía” a los pacientes. Ella no tenía dinero lo que la limitaba a ser como esas chicas cuyo primer requisito era ser adinerada pero eligió acompañar a esas personas que necesitan ayuda, es así como ese día se proyectó vestirse todos los días con aquel traje blanco estampado con inyecciones y estetoscopios de colores.
Dicen por ahí que todos los días traen su afán, lo ha sido para Cindy quién después de muchos pacientes a los que la vida le ha colocado, le gusta reflejar algo más que el óxido de las estructuras metálicas como la de aquella niña obesa que no planeaba tener una discapacidad, a la que le ha tocado lidiar con una sociedad despiadada que juzga, esa misma que aún no tolera las diferencias.
Mientras el noticiero del medio día termina, la pelirroja decide llevar a su paciente al parqué, es la hora que tal vez las dos más disfrutan. Al fondo de la carretera logra divisar su destino: verde y con muchas familias compartiendo, así siempre estaba su sitió favorito y entre tanto Juanita disfruta el paisaje, el calor le hace recordar a Cindy los paseos de olla al rio con su familia, aquellos de los que pudo deleitar mientras su esposo gozó de una buena posición económica, pero que su actual trabajo le obligaba a olvidar.
La niña por su parte no goza de la misma suerte; por el déficit económico, el duelo diario de la familia que no acepta el mandato divino de su discapacidad, los lleva a evitar todo contacto con aquello que le pueda hacer daño, además de su excusa más común: su condición física, han hecho que juanita no tenga en su memoria un recuerdo nítido del rio.
Cargar con la frustración del hogar de sus pacientes no ha sido fácil, muchos de ellos esconden la tristeza de la desdicha de los suyos detrás del mal humor, cohíben la interacción social y se encierran su propio mundo, en una burbuja que aún para la pelirroja es difícil de romper.
En su casa, su refugio blanco con fachéatela en piedra y puertas plateadas, la enfermera logra tener una vida distinta con su familia. Su día libre no es tan rutinario como su trabajo, mientras en la cocina realiza la receta que un día antes organizó para el desayuno de sus hijas, ellas esperan ansiosas en la mesa los huevos con salchicha y maíz tierno, que a diferencia de las pequeñas para ella es el instante que más disfruta de su día a día.
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Cuando se van a estudiar, con amor ella y su esposo arreglan su casa y acomodan el parqués que agotados siempre juegan en la noche. La pelirroja tiene un nuevo desafío: el almuerzo. Dicen que amar es ceder un poco, aunque las sopas no son sus preferidas sabe que el menú llevará una, todo vale por la sonrisa en el rostro de sus niñas. Los helados son los encargados de protagonizar muchas de las tardes en que salen al parqué juntos y aunque el trajín del día también la cansa, está dispuesta a desvelarse compartiendo con sus pequeñas.
–¿Has considerado alguna vez trabajar en un hospital?
–Aunque la mayoría de mis decisiones han sido tomadas en uno y definen mi vida, no es un lugar agradable – me dice con una sonrisa pícara en su rostro.
De vuelta a la casa con juanita, observa pensativa los camiones que acompañan el trayecto y adelantan nuestro paso.
–¿Te pasa algo?– pregunto.
–¿Te cuento algo? A mi marido no le gusta el sonido ni el tamaño de los camiones, pero si todas las mulas.
–¿En serio? ¿Le has dicho que las mulas son más bullosas y grandes que los camiones?